(General de División Juan Mateo Castañeyra)
Con ocasión del pasado dos de mayo, el escritor y periodista Pérez Reverte, durante su alocución en los actos conmemorativos de la gesta del pueblo madrileño, manifestó que aquella era una de las pocas veces que uno podía sentirse orgulloso de ser español. Me llamó poderosamente la atención sus palabras, porque no pudiéndoselas atribuir a la ignorancia, ni menos aún, al afán que tienen algunos españoles en denigrar a su Patria, para de esta forma sentirse superiores al resto de sus conciudadanos, sólo es posible achacarla a la precipitación en el hablar.
Porque no se me alcanza a comprender, cómo sin salirse de la llamada guerra de la independencia, no se siente igual de orgulloso de los sitios de Zaragoza, Gerona y Cádiz, de la Batalla de Bailén, o de la actitud de la inmensa mayoría de la población española durante dicha guerra, que en palabras del propio Napoleón “reaccionó toda ella como un hombre de honor. “Ni haciendo un repaso a vuela pluma de la Historia de España, no entiendo cómo no le produce parejo orgullo, el descubrimiento de América, la vuelta al mundo por Elcano, la conquista de Méjico y de Perú, el descubrimiento de Filipinas, la Batalla de Lepanto (la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros), la contención del turco ante Viena y un largo etcétera que sería imposible de resumir en un escrito de este tipo. Creo sinceramente, que pocas naciones en el mundo pueden presentar, con sus claros y oscuros, un plantel igual de hechos de los que sentirse orgullosos.
De cualquier modo, cada uno es muy libre de sentirse orgulloso de lo que se quiera; yo me voy a permitir hoy recordar una hazaña, cuyo aniversario se celebra en estos días, del que creo que muchos españoles, no sé si entre ellos el Sr Pérez Reverte, se pueden sentir orgullosos.
El 2 de junio de 1899, la guarnición de Baler, un pequeño destacamento de soldados españoles capitula después de 337 días de asedio. Durante casi un año, la pequeña guarnición resistió contra toda esperanza luchando contra el hambre, las enfermedades y el ataque de un enemigo valeroso, de cuya entidad da medida, las setecientas bajas que entre muertos y heridos le hicieron los defensores. Estos hombres recibieron en conjunto el nombre de Los Últimos de Filipinas.
Las condiciones del asedio en una pequeña iglesia, en los cuales tenían que convivir 54 hombres, donde tenían que atender a numerosos enfermos de una enfermedad tan necesaria de higiene como la disentería y teniendo que dar tierra dentro de la misma, a los muertos que se producían, supera toda imaginación. Si a esto hay que añadirle el aislamiento de las fuerzas propias, las añagazas del enemigo, el continuo hostigamiento de los sitiadores y la escasez de alimentos, reducidos en muchos casos a las hierbas que podían recoger, la hazaña es todo un monumento a la tenacidad y a la capacidad de resistencia humana.
Dos testimonios de quiénes fueron en esa guerra nuestros enemigos, dan mejor que nada la medida de la gesta.
Uno, el libro que sobre el asedio fue escrito por el jefe del destacamento el Tte. Martín Cerezo, fue una vez traducido al inglés, declarado de lectura recomendada en las Academias Militares del Ejército de los EEUU, como lección de ” patriotismo heroico”.
Dos, el decreto del presidente de la República de Filipinas de 30 de junio de 1899 que decía textualmente:
“Habiéndose hecho acreedores a la admiración del mundo, las fuerzas españolas que guarnecían el destacamento de Baler, por el valor, constancia y heroísmo con que aquel puñado de hombres aislados y sin esperanzas de auxilio alguno, ha defendido su Bandera por espacio de un año, realizando una epopeya tan gloriosa y tan propia del legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo; rindiendo culto a las virtudes militares e interpretando los sentimientos del Ejército de esta República, que bizarramente les ha combatido, a propuesta de mi Secretario de Guerra, y de acuerdo con mi Gobierno , vengo en disponer.
Artículo único. Los individuos de que se componen las expresadas fuerzas, no serán considerados como prisioneros de guerra, sino por el contrario como amigos y en su consecuencia, se les proveerá por la Capitanía General de los pases necesarios para que puedan regresar a su país”.
Tuve el privilegio de conocer, al que fue el último de los Últimos de Filipinas. Se trata de Eustaquio Gopar Hernández, natural de Tuineje, Fuerteventura. Un humilde labrador que mereció el reconocimiento, el aprecio y la admiración de sus conciudadanos, que le hicieron dos veces Alcalde de su pueblo, donde ejerció también durante muchos años como Juez de Paz.
Él y otro canario natural de Tenerife, José Hernández Arocha, animaban a los sitiados cantando folías, isas y seguidillas y ambos fueron citados por el Teniente Jefe del destacamento, por su valor y lealtad. Eustaquio Gopar, Teniente honorífico de Infantería, falleció en el año 1963, y en su entierro, que recuerdo multitudinario, se le rindieron honores de héroe militar.
Entre las numerosas anécdotas que sucedieron a lo largo del asedio, está la obsesión por parte de los sitiados por mantener izada la Bandera nacional. Cuando esta fue convertida en jirones por las inclemencias del tiempo y los disparos de los sitiadores, fue confeccionada otra con retales de colores nacionales obtenidos de diversos sacos de alimentos y otros tejidos que se encontraban en la iglesia.
En estos tiempos de exhibición de banderas independentistas y de insultos a nuestros símbolos, ambos gratuitos y sin riesgos, pues están amparados en una discutible libertad de expresión, hay que señalar que las naciones se forjan a lo largo de los siglos con hechos semejantes a la de Baler. Se forjan a base de infinidad de sacrificios individuales y colectivos. No se hacen a base de mitos, sino de realidades. No de sentimientos cambiantes y superficiales, sino de hechos. No de intereses bastardos, sino de principios y valores. No se logran con la cobardía del que se esconde para insultar en la impunidad que da la masa, sino a base de pagar un alto precio y de arrostrar toda clase de riesgos, personales y colectivos.
Y las banderas se hacen sagradas no cuando se exhiben en un acontecimiento deportivo, sino cuando se mantienen izadas contra viento y marea como sucedió en Baler y en otros innumerables hechos de nuestra historia. Porque no es lo mismo, clamar por una soberanía inventada, escondido entre una muchedumbre y ante la mirada amable de una policía que defiende tus derechos, que defender la soberanía nacional, al otro lado del mundo, en medio de la selva, acompañado por unos pocos camaradas, y ante la mirada no precisamente amable, de cientos de valerosos guerreros tagalos; no, no es lo mismo. Y el resultado no puede ser el mismo. Porque, además, hay que tener razón y razones.
Juan Miguel Mateo Castañeyra
General de División (r)