LA OPINIÓN DE Juan Manuel de Prada
El desastre, que se labró con presidentes belicistas como Bush, alcanza ahora su paroxismo con el baldragas de Obama
Mientras la maquinaria intoxicadora del Nuevo Orden Mundial aventaba especies calumniosas en torno a los bombardeos rusos en Siria (inventándose, incluso, víctimas cuando los bombardeos rusos ni siquiera habían comenzado), la OTAN reconocía cínicamente que un ataque aéreo de aviones estadounidenses en la ciudad afgana de Kunduz «había causado daño colateral en un centro médico cercano». El episodio nos confronta, una vez más, con la triste realidad de las intervenciones militares acaudilladas por Estados Unidos en Oriente Próximo, todas ellas chapuzas indecorosas que sólo han servido para causar dolor por doquier y robustecer a los orcos mahometanos. A veces indirectamente, mediante operaciones militares fallidas o interrumpidas por falta de fuelle; a veces directamente, deponiendo a los dictadores de la zona que sabían cómo mantener controlados a esos orcos, o armando y financiando a los «rebeldes» que luego se largaban con el dinero y las armas a degollar cristianos.
En el fondo de este desastre generalizado se halla ese empeño por llevar hasta el último confín del atlas el evangelio negro de la democracia, que en los mandatarios estadounidenses es apelación cínica (pues de sobra saben que la democracia es el disfraz pudibundo con que se disfraza el Dinero) y en una gran parte del pueblo estadounidense impulso sincero, aunque inducido por los malvados al servicio del Dinero. Hace apenas una semana, Putin denunciaba ante la ONU las consecuencias calamitosas de estas «revoluciones llamadas democráticas» que, por engreimiento, Estados Unidos ha pretendido exportar a los países musulmanes; y comparaba muy atinadamente su saldo nefasto con las trágicas consecuencias que tuvo el experimento soviético de expansión del comunismo. Por su parte Emil Shimoun, arzobispo de Mosul (ciudad donde los cristianos vivían pacíficamente con Sadam Hussein y donde hoy son martirizados salvajemente), advertía a Estados Unidos y a sus colonias europeas que «vuestros principios liberales y democráticos no tienen ningún valor aquí. (…) Si no entendéis esto pronto, seréis víctimas de un enemigo al que habéis dado la bienvenida en vuestra propia casa». Algo tan elemental es lo que Estados Unidos no ha sabido entender; y, con la excusa de extender su evangelio negro, depuso a los dictadores que no se resignaban a convertirse en sus lacayos (caso de Irak), o entronizó gobiernos títeres (caso de Afganistán), o promovió «primaveras árabes» y «oposiciones moderadas» que sólo sirvieron para dar alas a los orcos (casos de Libia, de Egipto, de Siria, etcétera).
Este desastre, que se labró con presidentes belicistas como Bush, alcanza ahora su paroxismo con el baldragas de Obama, que a la vez que hace discursitos pacifistas para que los progres se mojen las bragas de gusto, abandona a su suerte (¡a su suerte democrática!) a los países que sus predecesores ocuparon; o bien arma y financia a las consabidas «oposiciones moderadas» que luego se dedican a degollar cristianos. Y todo en nombre de la paz, de la que Obama se proclama paladín. Bien se le podría aplicar a este baldragas aquel versículo del libro de la Sabiduría: «¡A tantos y tan grandes males llaman paz!».
Pero si trágico es el daño causado por una nación decadente que ya no tiene títulos de legitimidad moral para imponer su hegemonía, más triste todavía es la actitud de sus colonias europeas, seguidoras ciegas de una estrategia por completo fracasada que, en nombre del evangelio negro de la democracia, sólo ha servido para provocar una mortandad incesante y robustecer a los orcos mahometanos.
¿Hasta cuándo?
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