jueves, 20 de junio de 2013

Bretón el asesino

Fuente: Público
 
Cierto es que los telediarios son muy largos como para ceñirlos solo a las noticias, ya que apenas pasan cosas en la feliz España, en la crujiente Europa y en el paradisiaco mundo. Pero que, ayer noche, un telediario ocupara sus diez primeros minutos en diferir las imágenes del juicio del presunto asesino de niños José Bretón, regodeándose en sus gestos, analizando su frialdad y hasta señalando el locutor o periodista o loro que Bretón “adoptó incluso un tono un tanto chulesco al responder al juez”, me parece un tanto indigno, aun perteneciendo a esa indigna profesión que los presuntos periodistas llamamos periodismo.
 
Si un alfarero está borracho, se rompe un jarrón. Si un periodista se emborracha de sí mismo, como nos pasa tantas veces, puede morir un hombre. Por eso siempre ha sido más digna la profesión de alfarero. Y la de periodista es mucho más corruptible: es mucho más fácil corromper al que mata a un hombre que al que rompe un jarrón. Una vez que has justificado la invasión de Irak, con su anónimo sinnúmero de niños muertos, ¿qué más te da robarle la pensión a una vieja para rescatar a un banco? ¿Qué más te da condenar antes de sentencia a José Bretón? Hacerse corrupto es como andar en bicicleta: se pierde el miedo pedaleando y nunca se olvida cómo salir huyendo.
 
Dedicar la portada de un telediario a un pobre presunto asesino de hijos, en lugar de dedicársela al millón y medio de euros que cobró en sobresueldos el presunto Mariano Rajoy, según acaban de desvelar las investigaciones del juez del caso Bárcenas, Pablo Ruz, también es corrupción. El periodista corrupto es el ser más corrupto de un sistema democrático. No se lleva el dinero. Se lleva la verdad. O la mueve de sitio. Al rincón del ángulo oscuro. Donde nadie la ve. Como al arpa. ¿Mejorará en algo el mundo si sabemos o desconocemos que Bretón mató o no a sus dos hijos? Pues no. Es importante para hacer justicia. Pero irrelevante para el periodismo.
 
El banquero que cambia ahorros por preferentes a un analfabeto está cometiendo un delito. Pero comete peor delito el periodista que antepone el morbillo de los presuntos asesinatos de un particular, José Bretón, a la verdad universal de que los banqueros y oligarcas nos están jodiendo, robando y matando. Robar dinero es de banqueros y oligarcas. Privar de la verdad es de vasallos cómplices. De periodistas. Y también da dinero. Esta falsa noticia de Bretón vende periódicos. Muchos periódicos. Y levanta la audiencia de los telediarios. Eso se traduce en pasta. Aunque suene algo feo en estos tiempos, prefiero a un banquero estafador que a un periodista que me saca diez minutos de José Bretón para que no sea noticia el estafador banquero. Las anécdotas pueden acarrear mucho dolor íntimo, pero no dejan de ser anécdotas. Ni dejan de ser vendibles. Ni dejan de ser un negocio.
 
Yo no sé si Bretón ha matado o no a sus hijos. Pero no se merece diez minutos de rostro al inicio de un telediario. Durante esos diez minutos, los presuntos periodistas desarrollaron análisis estupefacientes de sus gestos culpables, de su impecable vestimenta, de su frialdad. Como si alguien en un juicio por asesinato se pudiera poner caliente, no ir bien vestido o hacer gestos inocentes. Y considerar prueba definitiva de su culpabilidad sus lágrimas, es como para echarse a llorar. Si Bretón es inocente, han jodido su rostro y su vida. Nunca lo olvidaremos. Le recordaremos cuando nos lo crucemos por la calle. Le señalarán con el dedo las innumerables chicas de la cruz roja que hoy son concejalas y piden la pena de muerte. Siempre vivirá, ya vive, sin presunción mediática de inocencia. Que es peor que la judicial. La televisión ya le ha condenado.
 
Una vez, hace como diez años, al gran fotógrafo Pepe Ferrer y a mí nos mandaron a recoger en la salida de una cárcel a un tío que había pasado cinco años encerrado. No voy a recordar su nombre aquí. Porque hasta él ha preferido olvidarlo. Había sido acusado de violar y asesinar a un niño en los váteres de una galería comercial donde él tenía un pequeño negocio. Un asesinato salvaje. Salió en todos los telediarios su cara. Y fue condenado y encarcelado. Su mujer siempre le creyó, pero un día, tras varios años de visitar a su marido en la cárcel, ella encontró a otro hombre. Aunque no olvidó jamás a su chico de entonces. Al chico de antes del váter. Al chico de antes del niño muerto. Al chico de antes de lo que le decía la familia y al chico que nunca antes había salido en la televisión. Y la mujer, que no hizo caso de los periódicos ni de los jueces ni de la televisión ni de los dedos acusadores, siguió gastándose toda la pasta que tenía en demostrar la inocencia de su ex marido. Al final, esa mujer lo consiguió. Declararon inocente a su ex marido después de cinco años. La mujer aportó hechos irrefutables. Se incorporaron pruebas de ADN. ¡Oh, nos hemos equivocado! Tenga usted 10.000 euros (o así), recupere la libertad y vuelva a casa. Él volvió a casa, pero ella nunca volvió con él. Se quedó con el otro. Nunca es fácil beber un resto de whisky de una copa rota. Aunque la hayan roto la autoridad, la justicia, el orden, la televisión, los prejuicios y la decencia.
 
El día en que Pepe Ferrer y yo recogimos a aquel tío a la salida de la cárcel, no había nadie más, por tanto. Ni una mujer. Ni hijos. Solo dos periodistas a los que el recién excarcelado no conocía de nada. Estaba tranquilo. Cinco años de cárcel, siendo inocente, son muy tranquilizadores. Eso lo saben casi todos los banqueros. Lo llevamos a una terraza en una bella plaza de una ciudad que tampoco quiero decir. Era una noche de calor y había hermosas chicas y chicos sentados y paseando con alegría y esa bella escasez de ropa que arrancan las noches de verano. Yo, como soy gilipollas, le empecé a hacer preguntas de periodista al recién excarcelado después de pedir la segunda cerveza. ¿Y cómo te sientes ahora? ¿Y qué tal estos cinco años? ¿Y lo pasaste muy mal dentro? ¿Y qué vas a hacer ahora?
 
Él se quedaba callado. Con una sonrisa blanda y tímida en la boca. Y yo seguí con mi plan gilipollas de periodista.
 
-Bueno, hombre. Si prefieres no contestar, esperamos a mañana. Comprendo que ahora estés un poco raro… Pero te llevamos al hotel, volvemos a quedar mañana y hablamos.
 
-No, no. Perdona. No te escuchaba. No es eso. Es que llevo cinco años sin ver nada. Sin ver a la gente. Sin ver a una mujer. Sin poder levantarme ni poder ir donde quiera… Perdona. Perdóname, de verdad. No te estaba escuchando. Estaba mirando. Perdona. Joder. ¿Tú sabes lo que significa para mí estar tomado esta cerveza? Qué bonita está la noche, ¿no? ¿Qué me estabas preguntando?
 
Nunca he visto diez minutos, televisados en prime time, en plan Bretón, de un juicio con Iñaki Urdangarín, José Barrionuevo, Gerardo Díaz Ferrán o Miguel Blesa abriendo un noticiero. Nunca he visto a los presentadores, o quizá periodistas, analizar si sus ropas o sus gestos demostraban inocencia o malicia o culpabilidad, como han hecho con Bretón. Pocas veces he visto, en medios de comunicación, que se trate con equidad al presunto sin camisa y al presunto con traje. Si supiera dedicarme a otra cosa, me dedicaría a otra cosa.
 
Pero, como ni siquiera sé dedicarme a esta, os juro que al menos mantendré la decencia de nunca declararme inocente. Sí me declaro culpable por este largo artículo: ¿En qué cambiará el mundo si se demuestra que Bretón es culpable o inocente? En nada. Lo triste no siempre es importante. Los que habéis leído hasta aquí, sois una banda de morbosos. Y el periodista también. Bretón jamás ha sido una noticia. Como mucho, ha sido una desgracia. Y, como diría Bugs Bunny: “Esto es todo, enemigos”,

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